Alberto Gómez-Gómez es un veterano artista plástico colombiano, quien migró hace más de veinte años a los EE.UU con su esposa Luz Stella y sus hijos. En ese país se dedica de tiempo completo a la creación de su obra pictórica y realiza frecuentes exposiciones. Una de las formas de expresión que más le atraen es la técnica del grabado, y en el siguiente texto de su amigo Ozzi, otro inmigrante colombiano en el país Withman y de Dickinson, con un especial y hasta ahora desconocido talento para la escritura de relatos, podemos asistir a las peripecias de una jornada en el taller del maestro Gómez, a través de la descripción minuciosa y apasionada de Ozzi. En la nota preliminar, Alberto Gómez-Gómez presenta el texto de Ozzi y las circunstancias que se conjugaran para que naciera este relato que Suregión publica por primera vez (Nota del Editor).
Nota preliminar
A la Vida le agradezco muchas cosas maravillosas, como la amistad con Ozzi y su familia, gracias a que vieron un grabado que hice de Gabo en la casa de unos amigos mutuos. Ozzi fue a la universidad. Inmigró a EU como muchos que tuvimos que salir por la violencia que aún persiste en Colombia. Trabaja conduciendo un camión grande. Dueño de una sensibilidad impresionante. Escribe relatos que le salen como piedras preciosas. Queremos que esta publicación de un texto suyo en Suregión sea el comienzo de un estímulo para que un escritor colombiano de a conocer sus piezas, y la maraña de las obligaciones urgentes no le tapen lo importante: el ser escritor.
Alberto Gómez-Gómez (artista plástico colombiano residente en EE.UU).

Lo que mi mujer vio
A veces quisiera tener más dominio de las palabras para poder dibujar con mínimos detalles las cosas maravillosas que a veces me suceden. Esas que me brinda la vida como regalos, como premios inmerecidos. Bibiana estaba en el cuarto de los tesoros que tiene Astrid en la casa del verano. Estaba con su teléfono haciendo una fotografía de una obra, una pintura de David, es un retrato de la abuela Elvia abrazando a Astrid en el patio jardín de la finca de Santa Bárbara. Una obra hermosa, que tiene un contenido de amor fabuloso. Cuando quiso salir, vio casi de manera casual un grabado en la pared, de inmediato pensó en mí y me llamó:
OZZI !!!, VEN A VER ESTO !!!
Conozco ese tono, lo usa cuando ve algo que sabe que me va a interesar. Así que fui corriendo para ver de lo que se trataba. «Hum!!! El negro se va a morir», pensó.
Y casi, el grabado que Alberto Gómez hizo sobre Gabo, traspasó lo poco y lo mucho que soy, y quedé ahí, clavado frente a su obra, sin más palabras que un par de lágrimas.
Lo que yo vi
Este 24 de mayo ha sido para mí un día inolvidable. En una casa en la que siempre me asalta la dimensión humana de lo divino, me arrobó la imagen de un grabado titulado «GABO». Cuando lo vi me quedé quieto, no quería moverme, fue impresionante saber lo que estaba ahí, al alcance de mis ojos. Vi las manos del autor delineando el primer trazo, el primero de miles que hizo, de miles que dibujó para rendirse todo, para jugarse completo en una entrega profunda, sin límites en busca de la perfección. Pude presentir el calor de su espíritu, que de manera inevitable me llevó a sentir una vez más el de Gabo. Entonces quise vibrar con ellos en el mismo diapasón, la fibra más honda que me habita se movió. Fueron apenas unos segundos entre Alberto, Gabo y yo, entonces lloré, lloré de felicidad, porque esa imagen removió todos esos recuerdos que Gabo con sus letras dejó como impronta en mi vida, Lloré porque esa imagen para mi perfecta, fue parida por unas manos de sentimientos nobles y elocuentes.
En ese instante se me saltó el control, y quise ser el que estaba en el grabado, y a la vez quise ser el grabador, y me sentí los tres mientras era un simple admirador de ellos dos. Y volví a llorar, como lloro ahora, porque ese momento en mi realidad fue mágico, y porque aunque pasó muy rápido, quiero que me persiga por mucho tiempo.

Vengo de la casa de Alberto
Vengo hecho de la misma naturaleza de todo ser humano. Vengo cifrado desde los tiempos de los primeros Pijaos y desde mucho antes que los Gitanos fueran Gitanos. Vengo del vacío estéril de mil años de historia sin notas de cuaderno, de la tierra menos digna, de los pantanos y la gravilla. Vengo de la urdimbre cruda del fique y también de las hiladas más finas de la seda. Me componen los sentimientos mas tiernos y las desagradables aristas del descuido. Soy lo que soy, no puedo esconderlo, ni quiero, ni lo intento. Soy este pedazo de alma compuesta y descompuesta por el uso y el abuso. Vibro con el estruendo de la risa y me seducen el llanto sincero y las palabras amables cuando vienen desde muy hondo pintadas con el color del agua.
Me agito como la llama de una vela, con la brisa tenue de un buen beso, tiemblo con la propuesta en los ojos de una mano y su caricia, me desmoronan cuatro labios buscando sin aire el estallido del silencio. Amo con las veintisiete letras del abecedario, y me gusta engendrar sentimientos con todas las palabras y el orgasmo de los verbos. Veo con los ojos de mis dedos, y escucho con los pliegues de mis labios, gozo con la humedad de un jadeo y me quiebro en mil partículas con la sorpresa del color y la sospecha de las sombras. Soy una canción, y un piano, y violines, y la ilusión de un trazo, y el anhelo de unas manos que esculcan los bolsillos del arco iris. Me gusta ser el cristal de un lente indiscreto, y perdurar en el enfoque infinito de los buenos deseos. Vengo de la entrega y también del abandono. Vengo desde hace sesenta y un años, y por estos días presiento un sitio cercano, un lugar del que también vengo, un instante infinito, un punto colgado en el techo del cielo. Un lugar mágico donde se dibujan sueños, se graban ilusiones y se cumplen deseos, un espacio diminuto en el universo, un recinto sin muros, sin límites ni tiempo.
Vengo, y cuando digo vengo, es porque tengo la certeza de haber ido, porque pude estar, porque fui tocado por fuera y por dentro, porque estuve feliz bajo la lluvia de ese inmenso privilegio.

Apoteosis
Todos pudimos ser testigos; Asdrúbal y Astrid, Doña Rosmira y Don Damián, Carlos y su Bibian y Bibiana. Por supuesto también Luz Stella, quien aún se deja sorprender aunque es partícipe de este milagro todos los días.
Hace casi tres años, en Mayo del 2019, tuve la oportunidad de ver un grabado de Gabriel García Márquez (Gabo) en una pared del espacio que funge como oficina para Astrid Velásquez en La Casa del Verano. Fue un destello, la pieza de arte arrobó mi alma y queriendo decir mucho solo pude hacer un silencio largo y llorar. Por entonces describí las sensaciones-sentidas en una página, decía entre otras líneas que me sentía celoso, quería ser el grabador de aquella preciosa imagen, pero también quería ser el personaje en el grabado; quería todo eso, pero, sin renunciar a mi condición de espectador, sorprendido y maravillado. A todas luces un perfecto imposible.
Por razones inherentes a todos los cambios sociales a los que nos hemos sometido por causa del COVID, aunque quisimos nunca pudimos volver a reunirnos. Y cuando por fin se pudo, mi trabajo me puso tan lejos en distancia y tiempo que fue imposible el encuentro. Hasta hace cuatro días. El 26 de diciembre de 2021, Alberto Gómez, el artista plástico colombiano que realizó el grabado con el rostro de Gabo, me invitó a su casa para compartir un almuerzo y su innumerable colección de pinturas, dibujos, murales y grabados. Pero no contento con la sola invitación para el almuerzo, la cual me parecía ya un tremendo honor, el Maestro decidido me calzó un delantal de trabajo y me dijo que esa tarde sería su asistente en la explicación para todos nosotros de como se realiza una obra como esa.
Nos condujo con una paciencia y don de entrega solo suyos, por los detalles y secretos para conseguir las materias primas, la lámina de cobre, las agujas, el papel de algodón, hasta nos comentó sobre la forma como acumulaba la saliva para hacer mas puro el proceso de limpieza de la lámina. Luego, nos abrió el baúl de su experiencia para mostrarnos el proceso definitivo de cómo ahumar la superficie después de sensibilizarla con la saliva. Acto seguido, nos hizo ver el inmenso grado de concentración que exige la elaboración de cada línea, cientos de miles de líneas que pueden llegar a conformar una imagen como la de Gabo. Todos de inmediato pudimos percibir la profunda dedicación y tenacidad para lograr un resultado de alto nivel. Antes de continuar colocó la imagen de Gabo sobre el mesón de la cocina, la plancha original de cobre con las líneas que me hicieron Ilorar tan solo por imaginar al autor hechizado por el amor a su trabajo, línea por línea, con una aguja hiriendo el metal, depositándose en cada una, consumiéndose en horas, y días, y semanas, y meses en esa labor. Nos permitió ver a cada uno a través de la misma lupa usada por él en su entrega diaria. Las tres palabras de la abuela Rosmira describen mucho mejor que yo, todo lo que cada uno pudo sentir: «Ay, mi madre».
En otra mesa de trabajo, tenia una especie de bandeja en la cual depositó un poco de tinta, nos dijo que debía mezclarla con un adelgazador especial hasta dejarla en un punto de liquidez lo más cercano posible al de la miel, mezcló con su espátula delgada recién traída por la navidad y las manos generosas de su amada Luz Stella, hasta dejar la tinta en el estado adecuado para el siguiente paso. Con la eficiencia que solo da la práctica, deslizó la tinta con la espátula sobre lasuperficie de la planchita de cobre, lo hizo como acariciando un desnudo, incluso con sus propios dedos, sobando por todos los rincones hasta que no quedara ningún espacio sin entintar.
Bajo la superficie de la mesa y entre algunos otros enseres, tenía una pequeña canasta plástica en la cual guardaba una red, un tejido ralo igual al que se usa para fabricar los mosquiteros, con algunos rastros de tinta y el aroma agradable de químicos dormidos. La golpeó un poco sobre la mesa y después de armar una bola, comenzó a golpear con un cariño de mascota la superficie entintada de la lámina, la idea era cubrir muy bien las heridas del metal que contenían la imagen de Gabo y eliminar cualquier exceso de color. Con el ojo educado por más de cuarenta años de trabajo, decidió parar cuando consideró que ya la tinta estaba distribuida de tal manera que formaba una película color de sepia sobre la lámina. Entonces me explicó con el ejemplo, cómo debía yo limpiar los bordes de la lámina y el ángulo desgastado en forma de chaflán para evitar la ruptura del papel al momento de imprimir. Sostuve la lámina sobre la mano izquierda mientras iba limpiando con la derecha, pensé: «Ojalá no la vaya a dañar», y aunque no pregunté por su valor económico, me preocupaba no afectar el resultado final para su futuro dueño.

Bajo la mirada de todos y de un tiempo del cual yo no tuve noticia, el maestro Alberto Gómez, se inclinó sobre el mesón en un acto casi reverencial, en su mano izquierda sostenía una fotografía del Gabo, era el modelo usado para copiar su rostro con la fotogénesis que se produce entre sus ojos y los dedos; con unos copitos de algodón comenzó a rescatar las luces del rostro para dar el volumen tridimensional a la obra.
Pocos hablamos, yo solo podía llorar como un niño perdido, fue la primera vez en mi vida que podía ver de cerca, en primera fila el espectáculo de la creación, me imaginé que a eso jugaban los dioses de toda la historia cuando pusieron la vida sobre la faz de la tierra. Los copitos obedecieron todas las instrucciones que bajaban desde el cerebro del maestro Alberto Gómez hasta las yemas de sus dedos, ejecutando un vals como en la primavera de Chopin. El rostro de Gabo, con su expresión de sonrisa abierta para saludar al mundo se fue haciendo palpable a nuestras vidas. Desde los diez o quizá once años, cuando descubrí unos dibujos de Leonardo da Vinci en la biblioteca de la escuela, quise ver a un maestro, uno de carne y hueso ejecutando una obra de arte. Mi vida soñó con Obregón, Caballero, Grau y Botero, nunca pude. Lo mas cerca que estuve fue cuando llevaba a mi hijita Juliana a sus clases de teatro en la Universidad de Antioquia, tiempo que provechaba para escaparme a la facultad de artes y ver a los muchachos trabajando en sus obras. También recuerdo la mañana de un sábado espectacular cuando se erizaron todos los vellos de mi cuerpo al ver a David Sepúlveda, armado con unos lápices de tiza, rescatando el rostro perfecto de una mujer desde las entrañas de una acera cuarteada.
Mi cerebro explotó, nadie lo vio, pero yo supe cuando el estallido me dejó varado y sin palabras: el mesón, la cocina, la casa entera y todos nosotros comenzamos a elevarnos, no sé si alguien mas lo percibió, pero pude notar cuando unos vecinos intentaron llamar al número de asistencia para desastres, nadie pudo acercarse, la potencia de la ingravidez era tal que el vecindario completo remontó las crestas de los árboles y se detuvo en un punto indeterminado por mi excitación. Quedamos suspendidos en el tiempo y el espacio, la física y la cuántica nos hicieron un regalo, nos dejaron allí para siempre. Muy dentro de mí, esos instantes quedaron pirograbados, tatuados para el resto de mis días. Quizá puedo asegurar que aun después de muerto, la energía que abandonará a mi cuerpo, se llevará esa imagen para que me acompañe en las tardes interminables de la eternidad, solo por librarme del aburrimiento que sospecho. Estoy seguro de que, en la dimensión terrena el proceso continuó.
Con unos tiempos definidos por la técnica y que su cerebro ejecuta de manera mecánica, el maestro tomó el papel entre sus manos y lo mojó con agua filtrada para evitar cualquier contaminación química, colocó el papel sobre una toalla delgada y encima dispuso unos cortesde papel toalla cubriendo por completo la hoja. Se inclinó sobre el mesón y pasó varias veces sus brazos ajustando presión y recorrido para extraer el exceso de humedad. Verificó que el inexperto asistente hubiese realizado bien la tarea de limpiar los bordes del exceso de tinta y acomodó la lámina como acostando a un hijo sobre una retícula cuya función es precisar el lugar donde se desea la imagen en el papel. Con la delicadeza de un pétalo, la cubrió con las mantillas de caucho y me dijo: «Bueno Señor, ahora el proceso es todo suyo, imprima». Desde atrás me llegó la voz de nuestro Asdrúbal Sepúlveda y su casa del Verano cuando me dijo: «sople mijo, sople», haciendo referencia a los espectáculos de magia, la máquina y sus rodillos guiados por un timón de palancas rematadas por bolas de plástico, me hizo recordar los principios de la imprenta, casi pude ver las imágenes de Gutenberg en los libros de historia que buscaba en la biblioteca del colegio para enredar en ellos las horas sin clases y algunos domingos por la tarde antes del partido de futbol con mis amigos.
Cuando volvieron a levantarse las mantillas y se dio vuelta al papel, Gabo apareció asomado en su ventana sepia con su bigote sonriente y sus gafas exclusivas para mirar el mundo. Otro sortilegio me permitió ver los Cien años de Soledad con la magia de Melquiades, y «Las sílabasdel agua sobre las piedras» de El Amor en los Tiempos del Cólera cantaban solo para mí. Tuve la sensación de que a través de sus lentes vi un Coronel sin correspondencia, y hasta la Crónica de una muerte absurda. Seguía pasmado. De repente la voz del maestro Alberto Gómez me rescató del desvarío para hundirme en un túnel luminoso cuyo socavón conduce hacia una nube y del cual no estoy seguro de querer salir:
«Bueno, ahora debemos esperar a que se seque, entonces la obra estará lista para que te la lleves para Miami».
Por: Ozzi.