Por: Laura Valentina Sánchez Paladines

Estudiante de Comunicación Social y Periodismo, sede Pitalito    

Ana, cabello cano y mirada cansada, recordó el momento en que debió dejar la casa donde había residido toda su vida. Mientras observaba la represa recordó las risas de sus hijos jugando en el patio, las tardes de sol junto al río, las plantas de su casa, entonces sus ojos se empañaron de lágrimas.

Durante muchos años vivió en Garzón, un pequeño pueblo en el departamento del Huila, Colombia, reconocido por ser un lugar tranquilo y apacible donde sus habitantes vivían en armonía con la naturaleza. «Sus calles empedradas y sus casas de colores vibrantes te hacen sentir como si estuvieras en un lugar mágico», advierte Ana.

Sin embargo, todo cambió cuando se empezó a construir la represa El Quimbo, un proyecto ambicioso que prometía traer progreso y desarrollo a la región. Ana y sus vecinos se opusieron ardientemente a este proyecto, sabiendo que significaría la pérdida de sus hogares, de sus tierras y de su estilo de vida.

A pesar de las protestas y peticiones, la empresa a cargo, Emgesa, filial de Enel Green Power, siguió adelante con la construcción de la represa. Las máquinas llegaron, las casas fueron demolidas y el río fue represado, inundando todo a su paso. Ana y más de diez mil habitantes tuvieron que ser reubicados en un nuevo pueblo, lejos de sus raíces y de todo lo que llamaban hogar.

Ahora, estando en su nueva casa, este mujer sigue recordando con melancolía su vida en Garzón. Aunque el tiempo ha pasado y las cosas han cambiado, el amor por su pueblo sigue latente en su corazón. A pesar de todo, ella se aferra a su memoria, a los detalles, pues cada olor, cada sonido, la transporta de nuevo a esos días de paz y felicidad.

Su constante visita a los recuerdos más preciados de su antiguo hogar: los sancochos alrededor del río, sus nietos corriendo y las tardes de risas, despertaron en ella la necesidad de volver al Quimbo, a ese lugar que vio crecer su familia.

Todo lo que ella solía conocer y amar había desaparecido bajo las aguas de una represa. Los recuerdos de su juventud se desvanecieron ante sus ojos. Su lugar seguro se había convertido en columnas y un gran puente de asfalto; la belleza y la vida que una vez floreció aquí, fueron borradas por la mano del hombre.

Las plantas marchitas y los árboles sin hojas y ramas desnudas se alzaban como testigos mudos de la devastación provocada por la sed insaciable de la represa. El río, una vez bulloso y lleno de vida, actualmente se encuentra inerte, reflejando el mero fracaso de una explotación desmedida y sin control.

En esta corta visita a la mujer le dio sed y decidió acercarse a una caseta donde venden mango y jugo naranja. Fue entonces cuando vio un rostro familiar. Era Cristian Quiroz, un joven que vio crecer en este lugar.

—¿Qué haces aquí? —exclamó la señora Ana, sorprendida. Cristian sonrió y le explicó que estaba trabajando en la caseta vendiendo jugo de naranja para poder subsistir. La señora Ana, emocionada, le compró un vaso de jugo.

Mientras disfrutaba de la bebida, Cristian le contó a la abuela que todo había cambiado, pues el embalse empezó a bajar en el mes de enero, lo cual ha afectado gravemente a la comunidad. “Los turistas ya no vienen y si lo hacen, se marchan al ver que la represa está baja. Los pescadores no pueden trabajar y los servicios náuticos no pueden prestarse, ya que el río está seco”.

Ana lo escuchó con frustración. Después de despedirse de Cristian quiso dar un recorrido por los pueblos cercanos a la represa y así confirmó en carne propia el evidente impacto catastrófico que esta sequía había tenido en la vida de las personas.

Los mercados concurridos que ella conmemoraba han dado paso a un escenario desolado y descuidado. Las tiendas cerradas y las casas sin habitar son evidencia de un pasado que ya no regresará. A través de la ventana del carro observó calles polvorientas y tejados que parecían verse ondulados por el calor.

El silencio se apoderó del paisaje, el sol abrasador castigaba la piel y el aire ardiente apenas permitía respirar. El aroma a tierra quemada y desesperanza impregnó el ambiente, envolviendo cada rincón con su pesada presencia. Ana siguió mirando por la ventana, en silencio, buscando en su memoria el paisaje que el “progreso” le arrebató, el paisaje de sus recuerdos, la historia de vida de su familia, de sus vecinos y amigos, su propia historia.