Suelo despertarme en las noches, pensando que escucharé los sonidos de los grillos, el crujido de las ramas de los árboles, ocasionado por aquel viento de la montaña, y tener que arroparme bien para no “amanecer chanveada”, como decía mi mamá. Pero no es así. Mi cuerpo siente el viento de un electrodoméstico, que es el ventilador; mis tímpanos escuchan los sonidos de algunos automóviles que pasan, o el sonido de las calles descansando del hombre que las utilizó.
En mi ventana ya no se ve pasar, por aquel agujero, lo gratuito de la luz de la luna; solo entra una luz amarilla, la del poste que conforma el alumbrado público, que la ciudad debe pagar. Para normalizar mi mente y cuerpo, viajo al pasado, a aquel recuerdo y hecho que viví al montarme en una camioneta, con unas pequeñas cosas: las más necesarias para mí vivir.

Fue en ese momento que tuve mi desplazamiento, inspirado en cumplir mis sueños de estudiar, dejando el campo, la tierra que me vio nacer, jugar y florecer. Pero el campo nunca salió de mi cuerpo.
Comencé a vivir la situación que enfrentan los jóvenes soñadores del campo. Como las aves migratorias que vuelan a tierras lejanas en busca de refugio, así soy yo: una joven que se aventuró a salir de su tierra natal en busca de oportunidades y de un mejor futuro.
En mi país, Colombia, ese desplazamiento se ha normalizado. Es común escuchar en los pasillos o en las conversaciones de amigos y compañeros de universidad que esperan con ansias las vacaciones para poder volver: volver a comer bien, porque la tierra llama, los brazos de mamá esperan. La soledad y el mal comer son veneno para nuestro cuerpo, que se consume poco a poco. Porque a punta de empanada con gaseosa o cualquier cosa que llene y no esté cara, no se aguanta mucho. La comida de la “venada” no llena del todo; llena el estómago, sí, pero le falta ese pequeño aliño del amor de casa que alimenta el alma.
Volver para tener el calor familiar, ese que nos mantiene calienticos, porque sin amor ni las cobijas calientan. Y tener también la motivación para seguir luchando en esta sociedad. Seguir nadando en un mar con fuertes corrientes, donde si uno no se cuida, puede ser arrastrado por una ola. La gran ola del vicio: drogas, cigarrillo, alcohol. Eso no lleva a nada bueno. Es un golpe duro para la mente y el cuerpo, que no todos pueden sanar.
Para aquellos que no pueden volver, porque deben trabajar para ayudarse a sí mismos, les toca calentarse en una habitación de cuatro paredes, buscando el color y la motivación en la pantalla de un celular, mirándose al espejo para darse ánimo o mirando esa foto en la pared que los inspira. Luego de un día agitado, llegar a casa, ver todas las cosas como uno las deja, esperando el regreso del dueño, y dejar que lleguen a la mente aquellas personas que tienen su fe puesta en ti, que creen que puedes salir adelante y cumplir tus sueños.
Sentir el cuerpo agotado de trabajar para cubrir los gastos, para no pasar la necesidad de no tener cómo pagar alguna cosa. Porque en la ciudad nada es barato: todo toca comprar, y muy pocas personas dan.
Son cosas que se enfrentan en esta vida de juventud soñadora. Tendrás que sacrificar para poder tener, tendrás que sembrar para poder recoger.
Esto no solo lo vivo yo. También otros adolescentes que lo están viviendo, incluso en situaciones más difíciles. Y aún así siguen, porque la meta es más fuerte que rendirse y quedarse en el intento.
Según un informe de El Tiempo, cada año se gradúan 98.000 estudiantes, y el 75 % de ellos se vuelven foráneos para buscar y estudiar en las mejores universidades de ciudades como Bogotá, Medellín, Barranquilla, Cali y Bucaramanga. Son las que más reciben foráneos, pero en muchas otras también se vive esta situación. Cada uno con sus diferencias, pero luchándola día a día. Yo, desde la Universidad Surcolombiana (USCO), en Neiva.
Y como dice aquella parte de la canción de Carlos Vives: “Regresar a mi pueblo, por el camino viejo,”
pero esta vez regresando con el sueño cumplido, con un título, y con la esperanza de poder sacar a la familia adelante, progresar y construir un mejor país. Y poder llegar al pueblo prometido que Dios le habló a su pueblo.
Porque como decía Jaime Garzón: “Si ustedes, los jóvenes, no asumen la dirección de su propio país, nadie va a venir a salvarlos. Nadie.”
Y por eso estamos donde estamos: luchando.
Porque somos muchos los jóvenes que dejamos el campo para estudiar, trabajar y soñar. Aunque ya sea algo muy normalizado, seguimos siendo peces nadando contra la corriente, metidos en un mar de tiburones que es la vida.

Así migran los sueños: se montan en una camioneta con pocas maletas, pero con el alma llena de esperanza. Y aunque nos vamos, algún día vamos a regresar. No con las manos vacías, sino con preparación, con conocimiento, con herramientas para mejorar lo que dejamos atrás. Para que Colombia tenga más jóvenes formados, comprometidos, visibles.
Para que cuando caiga el sol entre las montañas del oeste y salga el otro día en el oriente, ese día ya no sea como los demás, sino el inicio de un mejor mañana. Uno donde los grillos ya no sean un recuerdo,sino una realidad que regrese a mi tierra pero esta vez, con los sueños cumplidos. Y con ellos, darle la casa a mamá.